Hoy no quiero hablarles de un grupo de personas. No quiero alabar acciones ni ensalzar las prodigiosas manos que hacen reír, y saben secar lágrimas cuando hay que llorar.
No quiero que se lean estas líneas como un reconocimiento al trabajo desinteresado, ni como un galardón, un toque de atención ni el más mínimo ápice de semblanza.
Hoy quiero pensar en esos ojos que nos ven, y en esas manos, que aunque clavadas, se mueven en 365 días más de lo que nosotros creemos, más de lo que nosotros hacemos.
Hoy es el día de recapacitar sobre la bonanza que sobra en esta sociedad, y el déficit que existe en la otra. Quizás es instante de ayudar a esas manos clavadas, que llenas de ilusión promedian durante el año esperanza y caridad por los confines más inesperados e íntimos.
No eres sal ni ácido líquido, das endulce especiar a los amargos atardeceres de los egabrenses, y solo con tu mirada consigues atisbar la belleza del amanecer, donde la aurora vence al oscuro techo que llena de penas y soledades.
El Cristo de los necesitados surca los mares de amarguras de Cabra sobre un simple madero, sin oro ni claveles que ensalcen la sonrisa que duele, solo le acompaña el suspiro y la ilusión de los niños que durante un año le rezan, y la fe de sus mayores. Ninguna banda acompaña al Cristo de los necesitados, porque El mismo recoge los sonidos de la efímera oración y los convierte en suplicas de madrugá, porque recuerda Señor, y ten piedad de mí, porque soy un simple peregrino, un triste pecador, que vengo hoy ante tu cruz arrepentido, para que a mí vuelvas tus ojos, con amor.
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